Cuando Emilio tocó el hombro de Julián y su cuerpo se venció hacia un lado, dejándose caer contra la ventanilla, supo que estaba muerto. Aun así palpó su yugular a la altura del cuello con los dedos índice y corazón en busca de la ausencia de pulso que lo corroborase. Efectivamente, la arteria no palpitaba a causa del estancamiento del flujo sanguíneo, su tránsito había desaparecido. No había duda: había fallecido.
No le cogió por sorpresa. Era algo que más temprano que tarde tenía que ocurrir. Pero, para qué negarlo, le irritó que se hubiese producido en su turno de trabajo y más con el tren todavía detenido.
También sintió lástima por él, claro. Pero aunque fuese algo inconfesable públicamente, dada la hipocresía social, este fue un sentimiento secundario, porque sobre todo sintió eso: irritación.
Tenía ya cincuenta y tres años y, por lo tanto, se había tenido que enfrentar a unas cuantas muertes en su vida. Algunas más lógicas, como la de sus progenitores, y otras más dolorosas, como la de su esposa, hacía dos años, víctima de un cáncer linfático que se la llevó sin avisar en apenas tres meses. Sabía de primera mano que a la defunción le sigue una burocracia molesta, y casi siempre grosera, que no atiende a sensiblerías. Más tratándose de una muerte como esta, por mucho que estuviese completamente claro que, como decía Bécquer, Julián había muerto de muerte. Sin más.
Ahora tendría que informar de lo sucedido, inmovilizarían el tren, llegarían las autoridades pertinentes, después habría que esperar a que acudiera el juez para que ordenara el levantamiento del cadáver. Probablemente los pasajeros no podrían moverse de sus asientos en horas y mucho menos partir hacia sus destinos hasta que todo el protocolo se completase. Lo que provocaría su consiguiente enojo. Porque, por mucho que nadie lo diga abiertamente, a todos nos “trae al fresco” lo que le pueda suceder a cualquiera que no seamos nosotros mismos o nuestros allegados. Mucho más lo que le pueda acontecer a gente como Julián Alcázar.
Si no fuese así no hubiese estado llevando ese tipo de vida en el último año, impropia para cualquiera, pero mucho más para un anciano de ochenta y dos años.
Cuando vinieron todas aquellas cámaras de televisión y después los informativos explicaron lo del desahucio, motivo por el que se veía obligado a vivir viajando en trenes constantemente, gracias a la única posesión que no le habían expropiado: su tarjeta de minusválido que le permitía viajar prácticamente gratis, su historia llamó mucho la atención y despertó eso que llaman conciencia social. Unos cuantos acamparon frente a las estaciones de RENFE y el ministerio para que el Estado se hiciese cargo de su situación. ¿Pero después qué? Nada de nada. Una vez que se diluyó el ruido y la prensa perdió el interés, todo el mundo volvió a lo suyo y el pobre anciano siguió metido dentro de los vagones. Madrid-Santander, Madrid-Córdoba, Madrid-Barcelona… Aunque el viaje que más repetía era Madrid-Sevilla, Sevilla-Madrid. El trayecto ida y vuelta le permitía dormir las horas suficientes, con su única mochila como almohada, y estar de regreso por la mañana en la capital. Solo Dios sabe por qué, las horas diurnas, si podía, prefería pasarlas en Madrid, aunque fuese cruzando las líneas de cercanías de Este a Oeste y de Norte a Sur de la provincia, sin otro entretenimiento que ver el rutinario paisaje de polígonos industriales desérticos a través de la ventanilla.
Emilio le conoció personalmente hacía seis meses, aunque había oído hablar de él por algunos compañeros con anterioridad. Su única hija se marchó a Sevilla por amor y él pidió el traslado como revisor en ese recorrido (en el que Julián era pasajero asiduo) para poder estar más cerca de ella.
Julián era un viejo entrañable que no hacía otra cosa que permanecer allí sentado, sin más ocupación que recorrer los pasillos de cuando en cuando. A veces entraba en la cafetería y pedía un descafeinado a sabiendas de que los camareros no le cobrarían. Siempre daba los buenos días, las buenas tardes o las buenas noches, dependiendo del turno. Se preocupaba por tu jornada laboral: “¿Qué tal está yendo el día? ¿Mucho jaleo?”. Se entretenía hojeando la prensa que otros pasajeros abandonaban cuando finalizaba su viaje. Así mataba los minutos, las horas, los meses. Aseguraba a quien quisiese escuchar su historia que se encontraba en esa situación porque no le habían dejado otra opción, no por capricho.
Se había convertido en una institución dentro del personal ferroviario. Aunque a él no le despertaba una especial simpatía, tampoco antipatía. Pero desde luego, a diferencia de la mayoría de personas, no veía en él un ejemplo de lucha, ni el estandarte de ninguna resistencia contra la clase política. Simplemente se trataba de un pobre viejo, probablemente demente, al que la sociedad, y quién sabe si su propia familia, había dado la espalda.
Lo sucedido se veía venir. Menuda forma de acabar sus días: como un perro abandonado. Pobre. ¡Pero había tenido que ocurrir precisamente hoy! En su último viaje antes de las vacaciones. Dos días antes de la boda de su hija y con el tren detenido. Tenía que estar en Sevilla de madrugada. Se lo había prometido. No podía fallarla. Solo le tenía a él. Y a su futuro marido, claro. Pero él era su padre.
Todavía quedaban veinte minutos para la hora de salida. La mayoría de pasajeros aún no habían subido al tren. Consultó las plazas: iba prácticamente vacío. Concretamente el vagón donde en este momento yacía el cuerpo de Julián Alcázar, contraído en la misma posición forzada en la que había quedado después de que él golpease su hombro para saludarle, tan solo estaba ocupado por tres pasajeros más.
El pensamiento se encadenó en una de esas extrañas secuencias que a veces liga la mente y le ofreció una solución que parecía acomodarse a sus intereses. Tenía que deshacerse del cadáver, o por lo menos intentar que lo encontrasen una vez que el convoy se detuviese en Sevilla y él lo hubiese abandonado. A fin de cuentas, ¿qué mal le hacía a nadie? Julián no iba a resucitar. Nadie le iba a echar de menos. No se trataba más que de un indigente, y él tenía a su única hija, huérfana de madre, esperándole en Sevilla a las puertas de su boda. No había que darle más vueltas al asunto.
Contaba con poco tiempo y había que actuar con rapidez. Bloqueó las puertas del vagón y comprobó de nuevo en su listado los asientos ocupados: el 13 A, el 14 C y el 12 C, además de en el que yacía el anciano. Es decir, toda la parte trasera del vagón y la delantera estaba libre.
Ni corto ni perezoso se echó literalmente el muerto al hombro como pudo. ¡Cualquiera diría que aquel viejo, que no debía superar el metro setenta y los sesenta kilos de peso, era tan difícil de transportar! Exhausto alcanzó su objetivo: las últimas plazas. Lo apoyó contra los asientos, respiró hondo, se enjugó el sudor. Abrió el portamaletas superior y, en un último e ímprobo esfuerzo, lo alzó en tres tiempos (apoyándose en su rodilla, cadera y hombro) y lo introdujo dentro a empellones, convirtiéndolo en una tétrica maleta. Aunque lo había alejado de la posición que debían ocupar los pasajeros y, por lo tanto, su posible equipaje, se aseguró de que nadie lo abriría, y de que tampoco se caería, y lo cerró con llave. Si alguien preguntaba, simplemente respondería que se había estropeado.
Desbloqueó las puertas de nuevo y siguió con sus ocupaciones como si nada hubiese ocurrido.
El tren partió a la hora prevista y, aunque Emilio trataba de actuar como si fuese otro día más, a poco que alguien le hubiese observado detenidamente hubiese percibido su estado de intranquilidad.
Pasaba cada diez minutos al vagón que debía ocupar Julián Alcázar (y que de hecho ocupaba) para cerciorarse de que todo seguía en orden, que a nadie le había dado por intentar abrir la compuerta o que el peso del cadáver no había forzado la cerradura que la mantenía cerrada y el cuerpo se había desparramado por el suelo. No prestaba atención a los billetes que le mostraban los ocupantes a su paso o se le caían de las manos cuando los recibía. Tenía la espalda empapada por la sudoración. Un único pensamiento rondaba por su cabeza: había introducido en el portamaletas el cadáver de una persona. ¡Cómo había podido ser tan mezquino!
Cuando entró en la cafetería a pedir una manzanilla caliente con la que templar sus nervios y Ricardo, el camarero, le preguntó si no le parecía extraño que el viejo no estuviese hoy en el tren, se sobresaltó.
-¡Y yo que sé! -respondió visiblemente molesto-. Le habrá dado por pasar la noche en otro recorrido. No sé qué os ha dado a todos con el anciano, no es más que un mendigo.
-Tranquilo –dijo Ricardo volviendo a sus quehaceres-. Solo era por hablar de algo. Ya veo que he elegido un mal tema de conversación.
Se arrepintió de su salida de tono. Podía delatarle. Debía mostrarse más cauto y actuar con normalidad. Tarde o temprano encontrarían el fiambre y no debían sospechar de él.
-Sigo con la ronda –dijo apurando su manzanilla-.Perdón por lo de antes, es que mi hija se casa pasado mañana y estoy un poco nervioso. Me acuerdo mucho de su madre, la pobre… -Y en realidad no mentía. En sus ojos asomaron un par de lágrimas, sin llegar a derramarse, que daban fe de ello.
-No tiene importancia –aseguró Ricardo-. Te entiendo. Pongo unos chupitos de coñac con los que calentarnos y brindamos por tu hija. ¿Te parece?
-No, déjalo –rechazó la invitación Emilio con un gesto de su mano, levantándose del taburete anclado al suelo-. Tengo mucho trabajo. En otro momento.
Quedaba solo media hora para que llegasen a Sevilla y parecía que todo estaba saliendo bien. Después encontrarían el cuerpo, quién sabe si mañana o dentro de unos días. No era tan frecuente, aunque la normativa lo exigiese, que se revisasen los portamaletas, dependía mucho de quién fuese el encargado. En cualquier caso, el olor a putrefacto de la carne en descomposición delataría el cadáver en tres días a lo sumo. Para entonces su hija ya se habría casado. Es probable que le llamasen para declarar. Diría que no sabía nada, se haría el sorprendido. No había ninguna prueba contra él. Archivarían el caso y listo. Si a nadie le importó el pobre Julián en vida, menos les iba a importar ahora cómo había aparecido allí arriba.
* * *
Cuando el tren se detuvo, los pasajeros se apearon y terminó de rellenar el papeleo para dejarlo todo listo, cogió su maleta y abandonó la estación del AVE apresuradamente sin apenas despedirse de sus compañeros, a pesar de que iba a estar casi un mes de vacaciones, ni cambiarse de ropa.
En la calle buscó un taxi. Estaban todos libres. Era una madrugada fría. Con la llegada del tren empezaría el trasiego. Se acercó al primero de la larga hilera de coches.
-Buenos días. A la calle de Los Remedios, por favor –le dijo a Eduardo, un taxista de Dos Hermanas al que le quedaba solo un mes para jubilarse y apuraba un pitillo apoyado en el capó de un Mercedes 300 SL decorado con un banderín del Betis.
-Buenos días, caballero. Permítame que antes le guarde su maleta, si es tan amable.
-No importa. La llevaré encima, tengo prisa.
-Perdone, pero es necesario, señor. Nos prohíben portar los equipajes en el interior del coche –insistió Eduardo-. No vea “usté” como se está poniendo la cosa.
El taxista dio la vuelta al coche seguido por Emilio, que arrastraba su trolley negra de ruedas y giraba la cabeza a un lado y a otro, temiéndose que en algún momento un policía reclamase su presencia.
Eduardo pulsó uno de los botones del mando-llave y abrió el maletero del Mercedes con la intención de introducir el equipaje de su cliente. Emilio no pudo creer lo que vieron sus ojos en el interior y cayó fulminado allí mismo fruto de un infarto del que nadie pudo salvarle.
A Eduardo ni siquiera le dio tiempo a pedirle disculpas por tener parte del maletero ocupado por el enorme muñeco de Fanboy, el protagonista de esos horribles dibujos de la televisión que le encantaban a su nieto y con el que pensaba sorprenderle cuando acabase el turno.